
Con un panorama cada vez más claro respecto al cronograma electoral, las fuerzas políticas hacen malabares para definir su estrategia. Premura, chicanas, desunión y poca certeza. Todos los partidos padecen la crisis general y construyen una propia.
El licenciado en Relaciones Internacionales y analista geopolítico, Andrés Berazategui, analizó desde POLITICAR las implicancias del progresismo en el liberalismo y qué rol juega dentro de la oposición al gobierno de Javier Milei.
ANALISIS 10 de diciembre de 2024Cuando vemos las críticas que llevan a cabo los progresistas contra el presidente Javier Milei notamos escasa profundidad en los cuestionamientos que le hacen a su gobierno. En general, más allá de polemizar con medidas concretas, como ocurre en todos los sistemas políticos donde hay oposición, no se advierten juicios contra los pilares ideológicos del libertarismo, es decir, sobre aquellos fundamentos filosóficos desde los que actúa Milei y que explican su toma de decisiones —que no es tan irracional como creen sus más enconados enemigos—. Las críticas que llevan a cabo los progresistas se quedan en los modos y expresiones que suele tener el presidente en sus manifestaciones públicas, tildándolo de autoritario, agresivo, trastornado, etc. Puede que sea todo eso e incluso cosas peores, pero lo que nos debería importar, para una crítica fecunda que permita desmontar los errores y falsedades libertarios, es analizar la racionalidad que guía a Milei y la estructura mental que oficia de marco desde donde emerge esa racionalidad. Y allí el progresismo no es mucho lo que tiene para decir.
Ocurre que el progresismo también es un tipo de liberalismo. Esa es la razón principal que explica la incapacidad de buena parte de la izquierda para llevar a cabo una crítica radical contra el libertarismo. Y nos referimos a la izquierda posmoderna en general y a la que vive en y de los aparatos culturales en particular. Eso no quiere decir que libertarismo y progresismo sean exactamente lo mismo, pero al ser dos variantes de liberalismo tienen más cosas en común de lo que ambos están dispuestos a reconocer. Ciertamente, son diferentes en sus respectivas estrategias de crecimiento político y en los sujetos sociales a los que buscan “interpelar”, como se dice ahora. De allí que tengan diferentes reivindicaciones y símbolos. No obstante, podemos comprobar que tanto uno y otro son maneras diversas de participar de un mismo punto de partida: el individualismo antropológico, aspecto crucial que lleva a liberales de derecha e izquierda a compartir las dinámicas que son producto de la entronización de la autonomía individual, la confianza ciega en el progreso y de una racionalidad calculadora orientada a maximizar beneficios, tanto da si estos nacen del afán de lucro, como ocurre con los neoliberales y libertarios, o de la búsqueda de reconocimiento, como en el caso de los progresistas.
Volviendo a las diferencias, la derecha liberal —sea en su variante neoliberal o más radicalmente en su versión libertaria— busca un Estado mínimo, la maximización del lucro y tiene una visión punitivista en materia de seguridad. Esto último es lógico: el crecimiento económico sin una justa distribución de la riqueza y un Estado débil o ausente a la hora de garantizar el acceso a bienes y servicios fundamentales necesariamente generan una irritante desigualdad; una desigualdad que provoca no un mundo donde algunos tienen mucho y otros menos, sino uno donde pocos tienen casi todo y muchos no tienen acceso siquiera a los bienes, alimentación y servicios básicos que permitan vivir con dignidad. ¿Qué otra cosa puede emerger de allí, sino ámbitos con alta tensión interpersonal, marginalidad y hacinamiento? Un escenario que es el ideal para que se extiendan la violencia lesiva y el delito en sus peores manifestaciones. En este cuadro es lógico que los liberales de derecha pidan más policías y cárceles. No están dispuestos a ponerse a trabajar para terminar con el caldo de cultivo social en el que la violencia muestra su peor cara. La derecha liberal suele tener también una pata conservadora, algo absurdo toda vez que el conservadurismo, al promover también el liberalismo, defiende un sistema que socava los fundamentos comunes (es decir colectivos) que tienen aquellos valores que dice defender. El conservadurismo queda así impotente, preocupado con su moral de bragueta por defender una identidad nacional de poncho y mate, e indignado con lo que percibe como ataques a unas “tradiciones” que nunca define.
Por su parte, el progresismo cuestiona la exclusión social apelando a la construcción de sujetos que expresan singularidades identitarias, es decir, a una multiplicidad de minorías donde justamente es la individualidad la que se expresa. La izquierda posmoderna reivindica tantas minorías y diversidades como sea posible, o sea las exclusiones habidas y por haber, no solo (y ni siquiera primordialmente) las que son producto del deterioro laboral y económico. De allí que lo que empezó como lucha LGBT con relación a la diversidad de género, por ejemplo, ahora vaya por la sigla LGBTIQ+ y cada tanto se le agregue otra nueva letra como reivindicación. No faltan los que integran diversas identidades y aparezcan entonces afromapuches trans, gordes marrones o cosas por el estilo. Ahora bien, como la aparición de singularidades basadas en la autoexpresión individual no termina nunca, quedan finalmente minorías atrapadas en la dinámica lógica de quienes buscan maximizar beneficios: la dinámica de la competencia. En este caso, por ver quién es más singular, más excluido o más oprimido. Es decir, la izquierda posmoprogresista compite por visibilidad y reconocimiento, de allí que haya nacido desde estos sectores toda una estrategia de la victimización: cuanto más excluido soy, más necesidad de visibilizarme requiero y más pedidos de “ampliación de derechos” exijo. Así las cosas, es recurrente ver en esta izquierda un cierto antiobrerismo que deja pasmados a los marxistas de antaño, ya que los trabajadores todavía se muestran interesados en defender comunidades éticas como la familia, los grupos de amigos o sus sindicatos, y aparentemente no tienen aún entre sus prioridades el multiculturalismo y los debates sobre deconstrucción de género.
Parece una burla de la historia. Los antiguos griegos enseñaban que los hombres actúan motivados por tres fines: interés propio, reconocimiento y supervivencia. En el mundo contemporáneo, los liberales de derecha ponen el acento en la búsqueda de interés propio y los de izquierda en el reconocimiento, mientras enormes multitudes luchan por sobrevivir. Como sea, queda claro para nosotros que la autonomía individual es el alfa y la omega de la cosmovisión liberal, y esto es compartido por todos los liberalismos occidentales, ya sean conservadores, neoliberales, libertarios, progresistas, posmodernos, defensores de minorías, etc. En esto tiene razón el filósofo ruso Aleksandr Dugin: en occidente se puede ser cualquier cosa, menos no ser liberal. Se puede ser de izquierda, de derecha, de centro, pero todos, en el statu quo de los sistemas políticos occidentales, son liberales.
La crítica de fondo hacia el gobierno de La Libertad Avanza, entonces, no puede provenir desde los sectores progresistas porque estos comparten con Javier Milei los fundamentos antropológicos individualistas propios del liberalismo. Como si fuera poco, la izquierda posmoderna, más allá de algunas cuestiones meramente estéticas, ha dejado de lado incluso al viejo marxismo. Es verdad que el comunismo también fue una ideología hija de la Ilustración, pero por lo menos les habría servido para advertir que las ideologías dominantes son las ideologías de las clases dominantes. Y el progresismo prefiere hacer caso omiso de esa verdad fundamental, por lo que lejos de cuestionar el sistema vigente y sus pilares —primacía de la autonomía individual, maximización racionalista, confianza en el progreso—, se dedica a tratar de construir sujetos que le permitan moverse en ese sistema al que en el fondo reconocen como triunfante. Para la izquierda deconstruida quedó atrás la lucha por el proletariado, la clase o incluso el pueblo, sujetos de un pasado de “grandes relatos” que terminó por abandonar. El progresismo interpela nuevos actores basados en el reconocimiento y la identidad, colectivos que expresan singularidades y demandan visibilidad encajando perfectamente en el mundo de la competencia y el beneficio. El mundo que ha construido y modelado el capitalismo.
Con un panorama cada vez más claro respecto al cronograma electoral, las fuerzas políticas hacen malabares para definir su estrategia. Premura, chicanas, desunión y poca certeza. Todos los partidos padecen la crisis general y construyen una propia.
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