IA, campañas y poder: los nuevos dilemas de la comunicación política en la Argentina

La inteligencia artificial ya no es solo una herramienta: es un actor que reconfigura la competencia electoral y desafía la autonomía cognitiva de los votantes.

ANALISIS 27 de noviembre de 2025 Rubén Zavi
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Imagen: Telemadrid

La comunicación política contemporánea atraviesa una transformación acelerada. La  automatización en la producción de contenidos, la hipersegmentación algorítmica y la creciente  dificultad para identificar la fuente real de los mensajes están configurando un ecosistema donde  la persuasión legítima y la manipulación cognitiva se vuelven cada vez más difíciles de distinguir.  Como advierte la investigadora Zeynep Tufekci (2015), los sistemas digitales ya no solo  distribuyen información: modelan comportamientos. La irrupción de la inteligencia artificial  generativa profundiza estas dinámicas y obliga a revisar las lógicas con las que se planifican y  ejecutan campañas electorales. 

Durante décadas, las campañas se apoyaron en una arquitectura relativamente estable:  segmentación sociopolítica convencional y producción manual de piezas comunicacionales. Hoy,  ese modelo colapsó. La IA habilita una comunicación algorítmica que automatiza la creación de  mensajes, simula voces e identidades, optimiza miles de versiones de un mismo contenido y  despliega vocerías no humanas que dialogan con votantes a una escala imposible para los  equipos humanos. Según Helbing (2019), estas tecnologías producen “efectos de  retroalimentación” que alteran la esfera pública incluso sin intervención directa de actores  políticos. El proceso deja de ser lineal y se convierte en un ciclo permanente de generación,  medición y ajuste, donde los algoritmos toman decisiones tácticas autónomas. 

A la vez, la segmentación dejó de basarse en variables demográficas para operar sobre  dimensiones profundamente sensibles: perfiles psicográficos, patrones de consumo digital,  emociones dominantes y vulnerabilidades cognitivas. Este pasaje a una arquitectura del  comportamiento —como la llama Shoshana Zuboff (2019)— implica que la comunicación política  deja de informar para activar reacciones específicas, explotando predisposiciones individuales.  Las campañas ya no se dirigen a ciudadanos: se dirigen a perfiles emocionales. 

La desinformación sintética amplifica ese desafío. El problema dejó de ser la falsedad burda para  transformarse en la verosimilitud manipulada. Los deepfakes que imitan voces y gestos, los  escándalos fabricados y las noticias automatizadas con sesgos sutiles erosionan no solo la  confianza institucional, sino también la credibilidad de cualquier evidencia. Como señala Claire  Wardle (2020), cuando la frontera entre lo real y lo artificial se diluye, aparece el liar’s dividend:  la ventaja estratégica de quien puede desestimar cualquier prueba alegando que es falsa. 

Las respuestas institucionales avanzan a distintas velocidades. La Unión Europea adoptó un  enfoque de “regulación por riesgo”, distinguiendo entre usos de IA permisibles, de alto riesgo o  directamente inaceptables. Julia Powles (2021) ha mostrado que estos enfoques no pretenden  frenar la innovación, sino evitar que los sistemas automatizados afecten la autonomía cognitiva  de los ciudadanos. En Argentina, en cambio, la ausencia total de regulación deja las decisiones  en manos de consultoras, partidos y plataformas, generando asimetrías de poder invisibles para  el electorado. 

En este contexto, construir criterios mínimos de gobernanza democrática no es solo un desafío  técnico: es un desafío político. La identificación clara del contenido sintético, el registro público  de las herramientas utilizadas por las campañas, la limitación del microtargeting basado en datos  sensibles, las auditorías algorítmicas independientes y los protocolos de acción rápida frente a  desinformación sintética son pasos indispensables para evitar que la tecnología exacerbe 

desigualdades informativas preexistentes. Cathy O’Neil (2016) advierte que los algoritmos no  son neutros: amplifican las lógicas de poder existentes. En campañas políticas, eso puede  significar distorsionar la competencia electoral sin que el público lo advierta. 

La inteligencia artificial no reemplaza a la política, pero sí redefine sus reglas, sus tiempos y sus  modos de intervención. Su capacidad para operar en tiempo real sobre la esfera pública la  convierte en un actor político con impacto estructural. Sin mecanismos de transparencia y  alfabetización mediática —como ha insistido Manuel Castells en sus análisis sobre comunicación  y poder— las campañas corren el riesgo de erosionar la autonomía deliberativa y la calidad  democrática. 

Por eso, la pregunta estratégica ya no es si usar IA, sino cómo, para qué y bajo qué límites  democráticos. Ese es el verdadero desafío que el sistema político argentino debe enfrentar antes  de la próxima campaña.

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