Las aventuras del Capitán Veto

El presidente de la Nación insiste en forzar los límites de la institucionalidad, especialmente en lo que hace a su relación con el Congreso. Los límites de esa estrategia están empezando a verse, pero su efectividad hasta el momento dice mucho sobre la naturaleza de las propias instituciones.

POLÍTICA 18 de julio de 2025
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¿A qué juega Javier Milei? A cada paso se intuye que las pilas se le están por acabar, que el globo se le pincha. Sin embargo, hace ya dos años y medio que su gobierno, si no necesariamente la libertad, avanza.

Las estrategias de las que Milei y los suyos echan mano son heterodoxas desde lo político, aunque la ortodoxia en lo económico resulta sorprendente (o no) dado el contraste con las declaraciones de principios a que nos tienen acostumbrados. En definitiva, se trata de un discurso radical que abunda en símbolos rupturistas para legitimar la aplicación de recetas que continúan un proyecto ya conocido hace rato. Pero no todo es discurso. El juego de Milei incluye, además de insultos, mantras y gestos, una serie de métodos que empujan los límites de lo institucional y que le vienen dando resultado a pesar de los continuos diagnósticos de que sí, es el colmo, llegamos al límite, esto se acaba.

Lo que marcó la tónica desde el principio fue el ya famoso decreto 70/23, que ya en los primeros días del gobierno libertario dejó en claro que Milei se proponía derribar no sólo una miríada de organismos y regulaciones, sino también ciertos límites legales a lo que el Poder Ejecutivo puede y no puede hacer. La Justicia les puso freno a algunas de las disposiciones del decreto, pero al día de hoy, por razones que resultan difíciles de explicar (principalmente para la oposición), el grueso de esa norma sigue vigente.

Desde esa victoria inicial, Milei no ha dejado de cosechar victorias similares, es decir, calificadas, recortadas, objetadas, pero victorias al fin. El largo periplo de la Ley Bases, que sólo fue aprobada en el segundo intento y luego de una poda que dejó afuera la mayor parte de los artículos originales, puede haber sido leída como un parate al gobierno, pero sin duda constituyó un triunfo dada la magnitud y el alcance de las reformas que, una vez más, fueron parcial, pero no totalmente, frenadas por la Justicia. Casi un año después se anotó otro triunfo al hacer pasar por el Congreso algo que no era una ley, cuando una ley era lo que se requería, para aprobar el nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), sin levantar demasiadas protestas.

A eso juega Milei: a forzar los límites de la institucionalidad, buscando siempre ir más allá de lo que se supone que puede hacer en su misión de allanar el camino del gran capital. Encuentra obstáculos en el camino, pero los viene sorteando, gracias a una combinación de audacia retórica, represión (no olvidemos la represión) y negociación con mano dura.

Las estrategias van cambiando a medida que se evidencian sus límites. Lo de gobernar por decreto se agotó con la extinción de las facultades delegadas (los mentados superpoderes), cuya prórroga Milei ni siquiera intentó solicitar. El argumento oficial para no hacerlo fue que el gobierno respeta la institucionalidad y se diferencia de las anteriores administraciones, que buscaron siempre burlarla perpetuando las facultades extraordinarias. La verdad, claro, es muy otra: era muy posible que el pedido naufragara en el Congreso, que el Presidente tomó como enemigo desde el principio y al que no se cansa de fustigar.

Hablando de eso, la nueva modalidad de acción del gobierno mileísta, ya sin facultades extraordinarias y sin la posibilidad de hacer todo por decreto, es ir directamente al choque y vetar las normas que aprueben los diputados y senadores y que vayan en contra de su política de recortes, aunque sea un poco.

De esta manera el Capitán Veto se enfrenta a la Casta Diabólica y procura derribar los obstáculos que se alzan en su camino. Al menos ese es el relato que construye. El veto es, digámoslo ya, una herramienta perfectamente legal, prevista en la Constitución, que sigue reglas acaso abstrusas en cuyo génesis se adivina la influencia de antiguas roscas. Pero es también una operación peligrosa, un empellón contra la delgada pared de la institucionalidad.

En este punto hay que citar a Woody Allen. El genio del cine, también escritor, dejó asentada una vez esta observación: “Los malvados han comprendido, sin duda, algo que los buenos ignoran”. Hay algo, efectivamente, que han comprendido Javier Milei y su séquito de malvados. Y es que la institucionalidad, en cierto modo, no importa. Mejor dicho: en cierto modo, no existe. Es mentira, por ejemplo, que hay tres poderes en una democracia. Hay siempre un solo poder, el poder. Y lo único que sostiene a las instituciones es la tensión entre las fuerzas que pujan por ese poder. Lo que evita que el poder sea absoluto es que esté distribuido, pero eso no lo logra la existencia de leyes e instituciones sino al revés. Por eso gobernar por decreto o por vetos es siempre posible. De hecho, también es posible disolver el Congreso, intervenir el Poder Judicial y montar estructuras paramilitares, o incluso utilizar las propias estructuras militares, para secuestrar y asesinar a opositores. Que no ocurra depende de cómo se dé la pelea.

Dicho esto, la estrategia de Milei lo pone nuevamente frente a ciertos límites, pero ahora, quizás por primera vez, frente a la posibilidad de una derrota total. Lo que ocurre es que en momentos del decreto 70/23 y de la Ley Bases el gobierno hacía alarde de su capacidad de negociación a través del proverbial palo y la también proverbial zanahoria. Es una opción que no dura mucho, y ahora los gobernadores ya no creen en la zanahoria y empiezan a desafiar al palo. Entonces los vetos también pueden caerse.

El veto y sus reglas son la cristalización de viejas pujas de poder que condicionan, pero hasta ahí nomás, las pujas de hoy. Milei ha demostrado que sabe moverse en aguas turbulentas. Pero las chances de perder se multiplican cuando cada jugada es una jugada peligrosa.

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