Soldados de la apatía

El fenómeno de la abstención electoral preocupa a muchos, pero no a todos. Quizás no podía ser de otra manera: la crisis general de la democracia se refleja en la crisis de los instrumentos que la sostienen, en este caso, el voto. Y quienes cuestionan la legitimidad del voto no hacen más que darle voz al espíritu de la época.

POLÍTICA 30 de mayo de 2025
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“Que el derecho a votar no joda a los laburantes.”

Como condensación de un sentido de época, la consigna de Julián Busetti, concejal de General Pueyrredón, es deslumbrante por lo sucinta. Reproduce casi con exactitud el argumento que suele esgrimirse, desde el ala digamos liberal del espectro político, para cuestionar los piquetes y las marchas por el centro de la ciudad: hay un derecho a protestar, a manifestarse, pero debería ejercerse sin perjudicar al otro, al que está haciendo lo más importante, que es trabajar (o ir a trabajar). Aquí se reemplaza “manifestarse” o “protestar” por “votar”. La fórmula es la misma.

¿En qué sentido es lo mismo votar que protestar o manifestarse? ¿Y en qué sentido esta protesta o manifestación que es el voto resultaría subalterna al trabajo (el trabajo, que quede claro, del otro)? O quizás habría que preguntarse en primer lugar cómo es que el ejercicio del sufragio podría contraponerse en la práctica al ejercicio del trabajo: de qué manera el que vota está impidiendo que otro trabaje, como un piquete o una marcha impiden la circulación por las calles y rutas.

La explicación es sencilla. La frase de Busetti se inscribe en una defensa de un proyecto de su autoría, que propone que durante el período de veda electoral se permitan las fiestas y reuniones en lugares de acceso público. “Basta de condenar a miles de bares, restaurantes y boliches que viven de su trabajo a cerrar sus puertas de manera forzada por una jornada electoral. Que el derecho a votar no interfiera con el derecho a comerciar. Así como en otros países conviven ambas cosas de manera respetuosa, por qué no pedir lo mismo en Argentina y especialmente en una ciudad que vive del empleo privado como Mar del Plata. Vamos por esa fiesta”, tuiteó el edil, un hombre, vale remarcar, que desempeña una función que le otorgó el voto popular. Es decir que, en su caso, el trabajo depende del voto. Lo cual no parece importar en esta discusión.

La contraposición entre derechos no es nueva en los sistemas democráticos y en realidad tampoco es posible erradicarla. Los derechos colisionan unos con otros en forma permanente, y resolver esas colisiones es función del propio sistema, a través de la jerarquía de las leyes y del poder judicial, con sus fallos, su jurisprudencia y sus reglamentos. Nihil novum sub sole, especialmente en un tema como éste.

Lo que sí es nuevo en esta coyuntura es que los derechos que son más elementales para la propia existencia del sistema democrático, como el derecho a votar o el derecho a expresarse, hayan perdido el estatus especial, sagrado casi, que los caracterizaba en otro tiempo, y hoy haya quienes los postulen como inferiores a los derechos del comercio. Apresurémonos a aclarar que el capital siempre estuvo por encima de todo lo demás, al menos en los últimos trescientos años, pero hasta no hace mucho esa condición de superioridad estaba disimulada, no formaba parte del discurso corriente. Ahora la frase de Busetti no nos suena descabellada, como habría sucedido en otra época; ni siquiera parece fuera de lugar.

Dicho sea de paso, ocurre lo mismo con el derecho a la protesta, que semana a semana es vulnerado en la Argentina (más: en el centro de la ciudad capital de la Argentina, a los ojos de todo el mundo), sin que se alcen más voces indignadas que las que siempre han cuestionado a la cosmovisión liberal. Se lo reconoce como derecho, pero no se le reconoce primacía sobre el derecho al movimiento de los capitales; más bien al revés.

La razón de estos fenómenos es que la propia democracia está en crisis. Y la crisis de la democracia no puede sino reflejarse en la crisis de los elementos que la sostienen, como el voto. Quienes cuestionan el estatus del voto como legitimador del sistema y lo consideran un derecho secundario, que hay que apartar y confinar para que no moleste, no hacen, en definitiva, más que expresar el espíritu de la época, darle voz, hablar por él.

Una de las muestras más patentes de la crisis de la democracia es la participación decreciente en los procesos electorales. La abstención en las urnas ha alcanzado máximos históricos este año. Se ha interpretado esto como un signo de la falta de opciones en la oposición, de una coyuntura en la que ejercer el sufragio no resulta atractivo porque no tiene el poder de incidir en la realidad política; pero los especialistas advierten que hay algo más, que lo que viene ocurriendo no es de este año ni del año pasado y que, en rigor, tampoco es de la Argentina.

En este contexto (lo que es decir en este mundo), la abstención es por sí misma un fuerte elemento legitimador del statu quo y como tal, hay quienes la alientan. Obviamente nos referimos al oficialismo, que se beneficia del estado de cosas.

Algún ensayista señaló una vez que la apatía política es un gran instrumento de defensa de la sociedad: es el muro contra el que chocan las propuestas insensatas, las revoluciones antojadizas, la lisa y llana locura. Pero los últimos años nos han demostrado que no siempre es así, que la locura, la irracionalidad y la violencia pueden cabalgar sobre el lomo de la apatía.

Esto se expresa a dos niveles, que ya hemos mencionado. Por un lado, a nivel institucional, la renuencia a participar de los procesos electorales consolida el estado de cosas porque el oficialismo que expresa la irracionalidad y la violencia es justamente el que más moviliza al voto, el que siempre lleva por delante la consigna épica de la batalla permanente, aunque el enemigo sea principalmente imaginario.

Por el otro lado, sucede lo mismo al nivel de lo que llaman “batalla cultural”. Es una batalla que no se gana con argumentos, sino con golpes de efecto. Se gana, para decirlo en corto, por cansancio. Todos sabemos que no hay terroristas ocultos en cada rincón, que los golpes a los jubilados, periodistas y curas, el apresamiento de personas al azar por estar en la calle y la violación sistemática de los mecanismos legales para controlar al capital no se legitiman por argumentos racionales sino por la propia (pre)potencia de un discurso al que no le importa tener razón, y por la ausencia de un discurso que se le oponga con la misma fuerza, porque estamos cansados y abrumados y así se pierden las batallas.

A la expresión política del poder hegemónico no le hace falta ser mayoría ni tener razón. Una vez que alcanzó cierta masa crítica, le alcanza con ser la minoría que más grita. En las urnas, también.

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