Normalidad líquida: Cuando la batalla cultural de cada gobierno se naturaliza

Hay algo que se repite, una y otra vez, en cada cambio de gobierno. No es solo el recambio de caras, ministerios o slogans. Es la necesidad —casi la urgencia— de redefinir qué es lo normal. Lo que se considera lógico, deseable o aceptado en una sociedad. Y es que, cuando algo se repite el tiempo suficiente, se vuelve costumbre. Y cuando se vuelve costumbre, y finalmente... se naturaliza, la normalidad liquida anterior se evapora y lo nuevo se normativiza

ANALISIS 21 de mayo de 2025 Rubén Zavi
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Lo vimos con todos. Desde el relato de la década ganada hasta el “sí se puede”. Desde el “Estado presente” hasta el “Estado ausente”. Todos los gobiernos, en mayor o menor medida, intentaron instalar su versión de lo correcto. De lo esperable. De lo que debería pasar. 

Hoy, el gobierno de Javier Milei habla sin tapujos de una “batalla cultural”. Y aunque el término pueda sonar épico, incluso exagerado, lo cierto es que esa batalla no es nueva. Solo cambió de trinchera.

La batalla eterna por el sentido común

Cuando Milei habla de “terminar con la casta”, de reducir el Estado “a su mínima expresión”, o de castigar con impuestos bajos y libertad absoluta, lo que está haciendo es disputar el sentido común. Intenta correr el eje de lo que históricamente se consideró normal: un Estado que interviene, una clase dirigente que negocia, una matriz distributiva con fuertes raíces en el peronismo.

Pero, ojo: esa disputa no es exclusiva del actual presidente. También Cristina Fernández de Kirchner lo hizo —con una narrativa potente, de épica nacional y heroísmo popular—. Lo hizo Mauricio Macri, cuando prometía una Argentina “normal”, pero mirando a Europa y no al conurbano. Patricia Bullrich construyó su discurso sobre la seguridad, apelando al orden como valor universal. Y Sergio Massa —quizás el más pragmático de todos— ensayó equilibrios narrativos según el contexto.

En mi trabajo final sobre liderazgos preponderantes en sistemas de partidos rotos, sostengo que, cuando los partidos ya no organizan la política, el liderazgo se convierte en el verdadero ordenador. Lo dice también Mario Riorda: en un sistema de partidos colapsado, los liderazgos fuertes llenan el vacío. Pero para ser fuerte, un liderazgo necesita discurso. Necesita una narrativa que resuene. Y esa narrativa siempre viene con una propuesta de lo que está bien. De lo que es normal.

El relato como arma y refugio

Damián Fernández Pedemonte explica que el discurso político, en contextos de conflicto, no solo informa: dramatiza. Y esa dramatización muchas veces es funcional al ordenamiento del caos. Un país en crisis necesita un culpable. Una víctima. Un salvador. Y ahí entran los líderes, montados sobre relatos donde ellos son la solución.

La verdad es que no hay gobierno sin relato. Y no hay relato sin una idea de normalidad. ¿Qué es lo deseable? ¿Qué se debe sostener? ¿Qué se debe destruir? Son preguntas que cada liderazgo responde con su propio prisma. Y lo hacen —como muestra Pedemonte— en una escena mediatizada, donde lo importante no siempre es lo cierto, sino lo que emociona, lo que se comparte, lo que se grita.

¿Y si ya nada es normal?

En esta Argentina atravesada por la inflación, la frustración y el hastío, lo normal parece haberse vuelto sospechoso. Cada nuevo gobierno promete romper con la normalidad anterior. Y así vamos, de ruptura en ruptura, generando una inestabilidad emocional y política que nos deja sin suelo firme.

Hoy Milei intenta instalar su nuevo sentido común. Lo hace con furia, con convicción, con Twitter . Lo hizo Cristina, con cadenas también, pero apelando al corazón. Lo hizo Macri, con promesas de eficiencia. Y Massa, con gestos más que con palabras.

Y entonces nos preguntamos: ¿cuál es el costo de que cada líder quiera reconfigurar lo normal? ¿Cuánta energía social se gasta en adaptarse a una nueva moral de gobierno cada cuatro años?

¿Qué normalidad queremos?

Más allá de los liderazgos, los relatos o las disputas ideológicas, hay algo que se erosiona en silencio: la posibilidad de un marco común, una idea compartida de lo que significa vivir en sociedad. En la Argentina, la normalidad ya no es un acuerdo tácito, sino un campo de batalla discursivo que se redefine con cada ciclo político. Así, lo que ayer era sentido común, hoy puede ser acusado de ideología, privilegio o fracaso.

En ese vaivén permanente, transitamos una normalidad líquida: maleable, inestable, incapaz de sostenerse por sí sola. Una normalidad que se adapta a cada liderazgo, pero que no logra sedimentar una base común desde la cual proyectar un rumbo. Y es ahí donde el riesgo es mayor. Porque si la política no logra estabilizar, aunque sea mínimamente, el sentido de lo compartido, esa normalidad líquida no solo se desarma: se desvanece. Y cuando lo común se evapora, ya no hay narrativa que alcance para ordenar el conflicto ni Estado que pueda contenerlo.

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