
Ahora que se viene la elección quizás sea ameno recomendar un libro que se llama 24/7 de Jonathan Crary (1951) que dice que no está todo mal, en caos.
El viejo sueño del liberalismo en Argentina logra su cometido sin golpes de Estado, sin masacres, sin bombardeos. Solamente con el apoyo de las urnas. La potencia liberal es tan hegemónica que es imposible salir de su matriz de discusiones de vuelo bajo entre sus entusiastas adherentes de un lado u otro del mismo espacio.
ANALISIS 15 de mayo de 2025 Fernando BasagoitiCon el ascenso del derechismo en varios países del mundo occidental, la nueva moda parece ser arremeter contra la izquierda en general y contra el progresismo en particular. Como suele ocurrir cuando un pensamiento llega a instalarse como dominante, se transforma en políticamente correcto —hablamos del progresismo— por lo que las críticas que se le formulan suelen ser cautelosas desde los bienpensantes y radicales solo desde los marginales. Y así, el derechismo llegado hoy termina por enturbiar de tal modo las aguas que no termina por quedar en claro qué es lo que realmente le critica.
Con respecto a las derechas más fronterizas (como las del nuevo estilo libertario), al progresismo le endilgan ser marxista, buscar la justicia social, promover agendas de minorías, generar pobreza, defender asesinos (¿?) o de no “respetar nuestra identidad y nuestros valores”.
Desde ya que ningún twittero/militante/político libertario se toma la molestia de definir qué cosa sea en definitiva el progresismo o de justificar sus insultos. Tal vez porque si analizaran la cuestión con más detenimiento llegarían a la conclusión de que los “progres” no son marxistas, sino liberales; de que el liberalismo es elitista por excelencia (es decir que también defiende minorías; en concreto, solo una: la de los exitosos en términos económicos); de que la justicia social se defiende ya desde el hoy revisitado León XIII —como mínimo—; de que deberían replantearse si no son las políticas de la economía liberal las que producen tantos pobres; y, en fin, de que deberían mínimamente esbozar a qué cosa llaman identidad.
Ahora bien, si hay algo que debe quedar en claro, y cosa de la que no quieren hablar ni los neoliberales ni los libertarios, pero sobre todo los mismos izquierdistas, es que el progresismo es un tipo de liberalismo. Este es el punto de partida para cualquier tipo de definición desde la que deba empezar a hablarse sobre el tema. El progresismo postula la liberación (o “emancipación") de los individuos en beneficio de la propia asignación de fines; el individuo es el alfa y la omega de toda articulación social. Ergo, en su raíz el progresismo empieza y termina en el mismo lugar que el neoliberalismo y el libertarismo.
Ahora bien, veamos algunas características propias del progresismo argentino —solo unas pocas— que nos permitan ir aclarando el panorama:
Infravalora el pasado, por lo que relativiza (cuando no directamente rechaza) las ideas de tradición, costumbre o herencia (biológica incluso). Esto como consecuencia de una ciega confianza en individuos libres, racionales y poseedores de una plástica e ilimitada capacidad para liberarse de las “ataduras” del pasado. Está convencido, al igual que los viejos liberales, de que en el movimiento de la historia existe un inapelable progreso indefinido.
Le tiene hostilidad a las ideas de orden, jerarquía y disciplina. Esto nace de una perspectiva errada de la igualdad humana, y que va de la mano con el punto anterior. Si se cree que los seres humanos, más allá de los condicionamientos familiares, personales, históricos y sociales, son iguales en naturaleza, pero también en sus atributos individuales; y además que poseen una incuestionable posibilidad de mejoramiento continuo pudiendo “lograr lo que propongan”, entonces cualquier acción tendiente a promover orden y jerarquías humanas debe ser rechazada. Por este motivo —entre otros, claro está—, en nuestro país la izquierda le tiene particular inquina a las instituciones verticalistas como la Iglesia, las FFAA e incluso a los sindicatos.
El progre tiene un llamativo sentimiento de culpa hacia el pasado, lo que lleva a que niegue o reescriba la historia desde sus preferencias. Esto se hace más notorio en lo que respecta a la conquista española o a la acción de Roca en la Patagonia. Pero no solo eso. En su política de justificar exigencias del presente, suele reescribir el pasado a la luz de las necesidades contemporáneas y pretende resarcir delitos e injusticias del pasado (reales o supuestas), sin importar incluso el tiempo que haya transcurrido.
El progresismo tiende a promover, para incitar el cambio, la construcción de minorías que expresan singularidades basadas en identidades excluidas, para lo cual se le ha hecho fundamental la estrategia de la victimización. De allí que cada vez que un progre quiere defender un sujeto social, parte de la idea de su “invisibilización” o exclusión. Se ha dado cuenta que una víctima puede exigir derechos o prerrogativas especiales, sin demasiadas acusaciones de terceros, precisamente por su condición de actor sufriente.
Ahora bien, para visibilizar minorías el progresismo argentino apela a la idea de la deconstrucción de los “grandes relatos” de la Modernidad, ya que esta, con sus explicaciones totalizadoras, dejaba afuera de los debates públicos toda forma contingente de existencia social: si solo importan los grandes sujetos sociales, como las naciones, los pueblos, las razas o las clases, ¿qué queda para las exigencias de bragueta, los chamanes de tribus ignotas o de gente que se autopercibe mesa de luz?
Ninguna de estas cosas, creemos, aparece en las críticas del derechismo argentino, tan preocupado como está por todo lo accesorio de la política y de la cosa pública. No es pare menos, teniendo en cuenta que el mismo presidente Javier Milei se ha definido como un topo que se ha infiltrado en el Estado para desguazarlo. Por eso, incluso más allá de alguna crítica bien orientada que este ha llevado a cabo hacia “lo woke” —de hecho lo reconocemos, ¿aunque no era más fácil decir progresista?— El combate entablado en la política argentina parece más una lucha de cabotaje y sin profundidad que una auténtica grieta de cosmovisiones y sentido. ¿Será porque libertarios y progresistas tienen más en común de lo que ambos están dispuestos a reconocer? Creemos que sí. Al parecer, el liberalismo finalmente ha triunfado en el sistema político argentino sin balas, sin golpes de Estado y sin revoluciones. Lo ha hecho con la límpida legitimidad de las urnas.
Ahora que se viene la elección quizás sea ameno recomendar un libro que se llama 24/7 de Jonathan Crary (1951) que dice que no está todo mal, en caos.
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