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La política argentina atraviesa una peligrosa espiral de incivilidad, donde los insultos y ataques personales han desplazado el debate de ideas y proyectos. Este fenómeno, amplificado por un ecosistema mediático y digital que premia la polémica, no solo mina la confianza ciudadana, sino que también afecta la capacidad del sistema político para resolver problemas estructurales.
ANALISIS 18 de diciembre de 2024 Javier PiantaLa política argentina lleva años atrapada en un espiral de incivilidad creciente, donde los debates sobre ideas y proyectos son opacados por insultos, gestos despectivos y agresiones personales. No se trata de una cuestión anecdótica: investigaciones recientes, como el estudio de Troels Bøggild y Carsten Jensen publicado en la American Journal of Political Science, muestran que estos comportamientos tienen consecuencias graves para la salud de las democracias. En Dinamarca, los autores demostraron que la incivilidad política no sólo erosiona la confianza en los líderes, sino también la satisfacción con la democracia y el cumplimiento de políticas públicas. Si esto ocurre en una sociedad con altos niveles de cohesión y confianza institucional, ¿qué efectos puede tener en un país como Argentina, donde estas bases ya están profundamente debilitadas?
La democracia necesita del conflicto, pero de un conflicto constructivo. En Argentina, los líderes políticos, incentivados por un ecosistema mediático y digital que premia la polémica, parecen haber olvidado esta distinción. Redes sociales y medios tradicionales amplifican los gestos más agresivos y los discursos más extremos porque son los que generan mayor atención.
Las redes sociales se convierten en espacios donde los usuarios no solo reciben información, sino que interactúan con narrativas polarizantes que consolidan prejuicios y profundizan la grieta. En esta lógica, la incivilidad no es un efecto colateral: es una estrategia que busca generar visibilidad a costa del debate constructivo.
Esta dinámica no es inocua, la interacción digital fomenta la "tribalización del discurso", donde los usuarios refuerzan sus posiciones iniciales, generando espacios más cerrados y menos proclives al diálogo. Este fenómeno, en el ámbito político argentino, ha profundizado la desconfianza hacia el adversario y ha desplazado la discusión sobre políticas concretas.
El insulto fácil, la interrupción constante y los gestos de desprecio no son estrategias inocuas: generan desilusión en una ciudadanía que siente que sus dirigentes están más enfocados en peleas personales que en resolver problemas reales. No es casualidad que, ante cada crisis económica o social, la primera reacción de muchos ciudadanos sea la apatía o la desconfianza hacia las instituciones políticas.
Uno de los hallazgos más preocupantes del estudio de Bøggild y Jensen es que la incivilidad afecta la capacidad de cumplimiento de políticas públicas por parte de la ciudadanía. En Argentina, lo vimos con claridad durante la pandemia. La falta de acuerdos claros y el uso de la crisis como campo de batalla política socavaron la legitimidad de medidas necesarias. Cuando los ciudadanos ven a sus líderes insultarse y atacarse, pierden la convicción de que sus decisiones responden al bien común. En ese vacío, cualquier intento de consenso se desmorona y el caos termina ocupando su lugar.
El problema no es la polarización per se ni el conflicto político, ambos naturales y necesarios en democracia. El problema radica en cómo se procesan esos conflictos.
Las democracias más sólidas del mundo no son aquellas sin tensiones ni competencia, sino aquellas donde los líderes compiten con civilidad y construyen acuerdos a partir del respeto mutuo.
En Argentina, el cambio de tono es urgente. La responsabilidad no solo recae en los líderes, sino también en el sistema mediático, que debe replantear cómo contribuye al clima de polarización. Es hora de promover espacios donde las ideas vuelvan a ocupar el centro del debate y los ataques personales sean desplazados por argumentos.
Este clima de agresión constante no solo profundiza la desafección ciudadana, sino que también reduce la capacidad del sistema político para encontrar soluciones eficaces. Cuando el foco está en el ataque personal, las ideas y los proyectos quedan en segundo plano. Y eso es un lujo que Argentina, un país atravesado por crisis cíclicas, no puede permitirse.
La Argentina de hoy necesita recuperar la credibilidad democrática, y esa reconstrucción solo será posible si la política se aleja del espectáculo de la incivilidad. Debe volver a centrarse en lo que realmente importa: resolver los problemas estructurales que afectan la vida de los ciudadanos. Un país con 40% de pobreza no tiene tiempo para peleas vacías. Como señala la investigación, los ciudadanos son capaces de tolerar un debate feroz si este gira en torno a ideas, pero se apartan cuando la discusión degenera en un simple cruce de agravios.
Es hora de que la política argentina ofrezca un cambio de tono. La incivilidad es tentadora porque produce réditos inmediatos en un contexto mediático y digital que amplifica el escándalo, pero su costo a largo plazo es altísimo. Si nuestros líderes realmente aspiran a construir una democracia robusta y eficiente, el primer paso es simple: que empiecen por respetarse entre ellos. En una democracia que funciona, el conflicto no destruye; el conflicto enriquece. Y la clave está en cómo se lo gestiona.
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