
IA, campañas y poder: los nuevos dilemas de la comunicación política en la Argentina
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La posibilidad de que el gobierno de Javier Milei implemente un sistema de convertibilidad entre el peso argentino y el dólar estadounidense reconoce no uno, sino dos antecedentes históricos. Una mirada simultánea al presente y al pasado alienta la duda sobre la conveniencia de adoptar ese programa.
ANALISIS 16 de octubre de 2025
Con los planes económicos pasa lo mismo que con los héroes, si nos guiamos por la advertencia que hace Harvey Dent en la película The Dark Knight: “O morís siendo un héroe o vivís lo suficiente como para convertirte en un villano”. Antes, Nietzsche había advertido: “Aquel que lucha con monstruos debe procurar no convertirse en un monstruo él mismo”. Los instrumentos forjados para luchar contra un mal, pasado el tiempo, adquieren las características del mal, se vuelven algo contra lo que luchar. En cuestiones de gobierno pasa siempre: no hay finales felices, porque no hay finales, sólo la continuidad del tiempo que acaba por revelar las grietas de lo que alguna vez funcionó.
Para decirlo de otra manera, todos los planes tienen fecha de vencimiento. Todos, al fin y al cabo, salen mal. Lo que quiere decir que “salen”, es decir se retiran, cuando ya se han convertido en un problema.
Dicho esto, no todos los planes son iguales, no todos acaban en catástrofe. La historia da cuenta de aproximaciones mejores y peores a ciertas realidades, y la experiencia más o menos cercana nos puede servir de advertencia ante la posibilidad de repetir errores.
El gobierno de Javier Milei no ha concretado aún y parece lejos de concretar la promesa de la dolarización de la economía, cosa que a todas luces se presenta como positiva. Pero ahora, en medio de una intervención del propio Tesoro estadounidense en la economía argentina, apareció la sugerencia de que podría implementarse un nuevo plan de convertibilidad. Es decir, la vuelta del “uno a uno” que imperó durante casi toda la década del noventa.
Si Milei y Luis Caputo introdujeran un sistema de convertibilidad, estarían reeditando la experiencia de Carlos Menem y Domingo Cavallo cuando fijaron el valor del dólar en exactamente un peso argentino, es decir que el billete con la cara de George Washington podía intercambiarse sin problemas con el que llevaba la efigie de Carlos Pellegrini.
La elección de Pellegrini para el billete del peso convertible parecería intencional, ya que él fue uno de los protagonistas centrales del antecedente histórico del sistema de convertibilidad, casi un siglo antes. Pero se trató de una coincidencia: fue un diseño heredado del billete de 10.000 australes que había sido lanzado en 1989, y que estaba en vigencia cuando se lanzó la Ley de Convertibilidad. De hecho, la paridad fijada inicialmente era de un dólar cada diez mil australes, y el “uno a uno” sólo apareció con el cambio de moneda y el lanzamiento del peso, el primer día de 1992.
La experiencia de inicios del siglo XX había tenido un éxito atronador. Se trataba de la implementación de un sistema de paridad entre el peso en papel y el peso oro, no en una equivalencia “uno a uno” sino a una razón de 2,27, que favorecía Pellegrini. Por entonces era senador, habiendo logrado aplacar la crisis económica que se llevó puesto a Miguel Juárez Celman y lo dejó a él en la presidencia. Fue necesaria una guerra mundial para que la caja de conversión se mostrara insuficiente para contener los desbordes económicos y fuera pasada al archivo.
El esquema menemista de paridad peso/dólar duró un poco menos antes de convertirse en villano. Resultó muy exitoso para mantener a raya a la inflación, pero al cabo de un par de años demostró tener efectos deletéreos sobre la competitividad de la industria y el nivel de empleo, y multiplicó dramáticamente la deuda externa. El gobierno, que se extendió durante diez años, y también su sucesor, el del malogrado Fernando de la Rúa, reaccionaron muy tardíamente a las señales de desastre, seguramente porque la experiencia de la hiperinflación que estalló sobre el final de la administración Alfonsín había dejado cicatrices tan profundas en la población que durante mucho tiempo cualquier cosa parecía preferible a aquello.
¿Y cómo funcionaría una tercera iteración del sistema, en el contexto actual? ¿Sería una buena idea?
La verdad es que no lo parece. Las consecuencias negativas de la convertibilidad de los noventa (pérdida de competitividad industrial, desempleo, aumento de la deuda) son fenómenos que ya se están viviendo en la Argentina de Milei, y suena razonable pensar que la adopción de un esquema similar sólo agravaría estos problemas en lugar de solucionarlos.
La Argentina ya está endeudada a más no poder y sigue recurriendo a fuentes externas para cubrir su necesidad de dólares. El dólar barato hace que la industria y otros sectores exportadores pierdan ventajas respecto de otros países y se vean en problemas para sostener sus negocios. El nivel de empleo está cayendo, aunque no tanto quizás porque los argentinos hemos aceptado salarios paupérrimos y eso hace posible mantener puestos que en otro contexto serían inviables. Un sistema de convertibilidad peso/dólar no sería la solución para ninguna de estas cuestiones; probablemente equivaldría a echar más leña al fuego.
El éxito que se le puede anotar a la ley menemista, el de derrotar a la inflación, es altamente valorado por el gobierno. La población, acaso, ya ha superado esa etapa. Hace rato que la inflación ya no figura al tope de las preocupaciones de los argentinos. El bajo nivel de los salarios, la desocupación creciente y la corrupción oficial le vienen ganando en las encuestas.
Una lectura paralela de la situación actual y de la experiencia histórica llevan a pensar que la implementación de una nueva convertibilidad apuntaría a resolver un problema que ya no es acuciante y, en el proceso, agravaría otros que sí lo son. Es decir que un programa de ese tipo se saltearía directamente la parte heroica de la historia para debutar directamente en el papel del villano.

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La negociación por el presupuesto bonaerense se aceleró a más no poder. El gobernador busca tenerlo aprobado (por fin) antes de que cambie la composición de la Legislatura. Es una aspiración cuestionable: los dos proyectos anteriores fracasaron con esta misma integración, y el mandatario no está dispuesto a ceder tampoco esta vez.

El clima interno del peronismo bonaerense volvió a tensarse luego de una serie de movimientos que dejaron expuesta la estrategia —o el intento de estrategia— de Mayra Mendoza para instalarse como figura de una supuesta rebelión interna contra la conducción histórica del espacio. Pero el intento duró apenas un suspiro: la superestructura partidaria le frenó el impulso antes de que su postura pudiera transformarse en algo más que una foto de ocasión.

La llamada “guerra cultural” de la ultraderecha latinoamericana ya no es un fenómeno aislado. Lo que comenzó como un experimento digital en Brasil a mediados de la década pasada se ha convertido en una red transnacional que emplea bots, influencers, medios digitales y campañas coordinadas de desinformación para erosionar gobiernos progresistas e instalar agendas conservadoras.

Hace unos meses —que hoy parecen años— antes de que Elon Musk saliera eyectado de la administración Trump como si fuera uno de sus propios cohetes, nos preguntamos sobre la influencia de las redes sociales en el debate público y la calidad democrática.

Javier Milei no solo tiñó de violeta el mapa argentino: consiguió algo más raro aún, paciencia. En una elección marcada por el miedo y la emocionalidad, el país convirtió las legislativas en un plebiscito sobre su figura. El resultado, más que un aval, fue un salvataje: Milei recuperó aire y deberá traducir su milagro electoral en gobernabilidad. Indudable: salió de estar colgado del travesaño a meter un contraataque letal que terminó en gol a favor.