Triple crimen de Varela: sacrificios rituales para el éxito redentor

La historia de Matías Ozorio, el joven implicado en el triple femicidio narco, no es solo un caso policial sino el reflejo de un modelo cultural que convierte a la libertad en mercancía, al éxito en redención y a la soledad en forma de vida. La disolución de la comunidad y los valores compartidos nos devuelve la mirada asesina del abismo.

ANALISIS 06 de octubre de 2025
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Por Lic. Luciano Ronzoni Guzmán *

No se trata solo de un crimen, sino de un síntoma. Matías Ozorio, el criptobro que se fundió confiando en Libra, un humo intangible que promovió su león libertario, es el producto más afinado de una maquinaria que busca misioneros del éxito. Jóvenes que se piensan como proyectos personales en busca de rendimiento. Una generación que, despojada de horizontes, apuesta a al individualismo como salvación y termina devorada por su propio dogma.

El neoliberalismo logró una reforma del alma. Lo hizo con dos pinzas ideológicas que, aunque se combaten en apariencia, se complementan con precisión quirúrgica. De un lado, la pinza progresista identitaria, que atomiza la comunidad en individuos que se autoperciben únicos, irrepetibles, pero cada vez más intercambiables. Cada lucha se vuelve nicho, cada identidad un producto, cada deseo un emprendimiento y cada capricho sectario, una ley. 
Del otro, la pinza del derechismo meritocrático, que promete libertad, pero sólo ofrece competencia. El trabajo deja de ser una construcción colectiva y cada uno es un trader de sí mismo rindiendo examen permanente. El éxito es una prueba moral; el fracaso, un pecado. El individuo se vuelve su propio carcelero, convencido de que, si no puede, es porque no quiere.

Byung-Chul Han lo dijo sin anestesia: “Uno se explota a sí mismo y cree que se está realizando”.  El capitalismo ya no necesita explotadores; los sujetos aprendieron a autoexplotarse con entusiasmo.
Y en esa autodestrucción alegre, la violencia dejó de ser invisible. “La historia de la violencia culmina en esta fusión de víctima y perpetrador, de amo y esclavo, de libertad y violencia”, escribe Han. Es exactamente lo que somos: amos de nuestra prisión, libres en el infierno del rendimiento.

En este evangelio de la eficiencia, el dinero dejó de ser medio y se volvió fin último.

El viejo protestantismo anglosajón enseñó que la prosperidad material era signo de gracia divina; su heredero neoliberal predica que la riqueza es salvación. Ya no se reza: se invierte. Se exhibe, se muestra, se ejerce status, a la máxima velocidad posible. La tolerancia a la frustración es bajísima. El rechazo a la demora, irrita y exige venganza. El emprendedor convierte al algoritmo en oración sin trascendencia.

El joven exitoso, musculoso y endeudado es el nuevo creyente. Su fe es la cotización. Su espiritualidad es la curva ascendente del gráfico en verde. Esta religión de la ganancia, ajena a la cultura hispana y criolla, destruyó la noción de comunidad. Lo mestizo, lo popular, lo plebeyo, aquel que respiraba lento, fue reemplazado por la estética puritana de la velocidad y la eficacia.

La cultura del “alto valor” es su derivado natural. El varón debe ser deseable, la mujer debe ser deseante, ambos medidos por su capacidad de consumo. El cuerpo se convierte en empresa, el amor en contrato, la mirada del otro en indicador de éxito. La redención es financiera o no es.  Pero debajo de esa euforia late la soledad estructural de un mundo que ya no produce sentido, sólo circulación y profits en el barómetro del narcisismo selfi.

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Sin trabajo digno, sin vínculos sólidos, sin proyecto común, los jóvenes se convirtieron en los nuevos apóstoles del vacío.  Lo había advertido en 1950, el genial Nimio de Anquín, uno de los filósofos más lúcidos que dieron nuestras pampas, adonde nos llevaría la generalización de la cultura de la soberanía del individuo que desintegran toda idea de comunidad. “Locas están las cosas singulares porque no hay freno que las domine. Por el contrario, ellas dominan al hombre que ya no es sabio, sino técnico; que ya no es su señor, sino su esclavo”, en referencia al reino de la nada que hoy asistimos. Abismo vincular que convierte a muchos jóvenes en “insanos morales”, capaces de cualquier atrocidad.

Matías Ozorio no fue un desvío; fue un creyente. Un hijo del evangelio neoliberal que promete libertad y entrega servidumbre. Pasó de ser un empleado formal, casi un privilegiado en estos tiempos para creer con fe ciega que podía salvarse solo, que la ganancia lo purificaría, que el riesgo era virtud. Es así como apuesta todo por inversiones absurdas, piramidales, que no resisten el menor análisis realista. Lo perdió en un tuit. Las deuda lo puso en la realidad financiera. El tráfico de drogas pasó a ser la nueva capitalización de riesgo.

Pero cuando la vida se vuelve especulación, todo lo humano se convierte en costo: como en toda epifanía se necesitaba el sacrificio ritual. Tres muchachas, también hijas de esta época, fueron destinadas a pagar con su vida el haber obstaculizado la perversa carrera al éxito de los perpetradores. Y ocurrió en el propio camino de estas chicas para alcanzarlo por su cuenta.

El capitalismo tardío no nos roba el alma: nos convence de hipotecarla. Medimos nuestro valor por lo que facturamos, buscando que un billete nos de la redención, nos muestre como elegidos, como varones de alto valor y como mujeres empoderadas. Es el mandato de la cultura anglosajona que se convirtió en nuestro nuevo ethos. Y las cosas recién empiezan.

La tragedia del criptobro libertario no es personal; es civilizatoria. Es el fruto de una comunidad que se queda sin suelo y sin cielo, que no cose vínculos, sino redes de eficiencia. La quietud que parecería ser la condena de esta épica dejó de ser metáfora para él: Ozorio, se hará viejo esperando su propio final, sin libertad y en el basurero remanente de la sociedad disciplinaria: el calabozo.

 * Sociólogo, Especialista en Inteligencia, Analista Político 

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