Desempolvar el viejo anhelo de la unidad nacional

Siempre me asombraron los muros. No los grandes ni los históricos, no los de piedra ni los de hierro, sino esos que no se ven, pero se sienten. Muros de distancia entre un barrio y otro, entre una mirada y otra, entre una política y su pueblo. Esos muros que no necesitan ladrillos, porque están hechos de desencuentros, de silencios, de todo lo que dejamos pendiente como sociedad.

ANALISIS 16 de enero de 2025 Agustín Balladares
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Agustín Balladares es Presidente del Honorable Concejo Deliberante de Lanús, Vicepresidente del PJ de Lanús y Congresal

Como generación, tenemos el deber moral de converger caminos. Nuestra historia argentina está marcada por belicosos desencuentros, y en este punto de inflexión, la unidad nacional no es solo un anhelo, es una obligación. No estamos hablando de uniformidad, sino de construir un espacio común donde las diferencias se transformen en la fuerza que impulse un proyecto colectivo. Y esa unidad nacional debe comenzar por quienes compartimos una misma característica esencial: si no trabajamos todos los días, no podemos vivir. Esa condición hermana a millones de argentinos, más allá de ideologías, clases o territorios. Es desde ahí donde tenemos que hacer causa común.

Pero no podemos ignorar el presente, ni las razones que nos trajeron hasta acá. El arribo de Javier Milei no se dio en el vacío: responde a los déficits y heridas abiertas que dejó la política en las últimas décadas, entre vaivenes de la democracia y gestiones que no fueron todas iguales, pero que en muchos casos fallaron en resolver los problemas centrales de nuestro pueblo. La falta de respuestas, el vacío de sentido, y la incapacidad de saldar necesidades básicas sembraron el terreno para el crecimiento de proyectos que se alimentan del descontento, del enojo, del odio. Milei encarna esa decepción, pero no ofrece salidas genuinas. Es el verdugo de una construcción auténtica, porque su propuesta no parte del encuentro ni de la comunidad, sino de la fragmentación.

Y, además, esta política económica que intenta vender logros estériles viene cargada de una destrucción sistemática de la economía y la soberanía argentina. Estas recetas las conocemos: las aplicaron antes y dejaron al país al borde del colapso, haciéndolo volar por los aires. No es solo una política equivocada, sino una amenaza para el futuro, un modelo que prioriza la especulación sobre el trabajo, el mercado sobre la dignidad, el individualismo sobre el esfuerzo colectivo.

El sistema, con sus tentáculos invisibles pero certeros, agudiza el individualismo y refuerza el sálvese quien pueda como filosofía de vida. Las plataformas digitales, con su capitalismo de falsa inclusión, venden a nuestros pibes la idea de que solos pueden salvarse. Uber, Rappi, y tantas otras aplicaciones disfrazan de autonomía lo que en realidad es precarización. Pero no podemos dejar de reconocer que este modelo no solo encontró un vacío, sino que triunfó porque subestimamos las nuevas dinámicas de nuestro pueblo. Durante años, nuestra lógica fue entregar una máquina de coser y dejar que cada uno resolviera toda la cadena por su cuenta. Subestimamos la necesidad de articular, de pensar en el desarrollo colectivo que contemple las particularidades de las economías modernas.

Y aún dentro de este sistema, hay endijas que podemos aprovechar para el desarrollo. Porque esas mismas estructuras que promueven la desconexión también pueden ser hackeadas, transformadas en herramientas para construir algo distinto. Pero para eso hace falta unidad nacional, una que no se quede en la superficie, sino que atraviese a quienes trabajan, a quienes sueñan, a quienes no les sobra nada.

Argentina tiene lo que el mundo necesita: recursos estratégicos como el litio, el gas, el agua, y una capacidad productiva única. Pero esos recursos no pueden ser regalados bajo modelos como el RIGI, que reducen nuestra soberanía económica a un juego de mercado. El verdadero desafío está en construir un modelo que utilice estas riquezas para el desarrollo nacional y el trabajo argentino. Porque el litio no es solo un mineral; es energía y empleo. El gas no es solo una exportación; es industria y calefacción para nuestros hogares. Ese es el camino: transformar nuestras potencialidades en realidades inclusivas.

La educación, como siempre, es la clave. Defendimos con fuerza la universidad pública, y cada vez que estuvo en peligro, el pueblo sin distinguir identidad partidaria la defendió a capa y espada. Ganamos la pelea del sentido común varias veces, pero esa misma fuerza no la pusimos en la escuela primaria y secundaria, el campo formativo más importante de nuestra patria. Abandonamos esa batalla y lo estamos pagando con generaciones que ven su futuro más como un obstáculo que como una oportunidad, pese al enorme esfuerzo de los docentes. 

Finalmente, están los barrios. Los que se tocan en los mapas pero no en las calles, separados por muros invisibles que fragmentan nuestra sociedad. Esos muros no pueden ser parte del futuro. La integración tiene que ser más que un discurso: debe ser una acción concreta que derribe esas barreras, conecte comunidades y construya oportunidades reales para todos.

La unidad nacional debe ser el prisma desde el cual miremos todos los desafíos. Si logramos saldar esa deuda cultural, si entendemos que nadie se salva solo y que el único camino es el colectivo, vamos a estar en condiciones de superar incluso las crisis más profundas. Esa unidad no puede ser prisionera de las instancias electorales. Estamos hablando de una mirada común que sobrevuele esos momentos y que se arraigue en la esfera democrática, como el marco donde las diferencias se canalicen y las coincidencias se potencien.

Que esta coyuntura no sea un capítulo más en la historia de desencuentros, sino el momento en que decidamos, como generación, poner fin a los muros, transformar el individualismo en comunidad, y construir desde la unidad nacional un proyecto que abrace tanto las necesidades urgentes como los sueños pendientes. Porque un pueblo que trabaja, sueña y construye en unidad puede con todo, incluso con sus propias heridas.

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