Los que están afuera del Excel… y esperan su resurrección

La estadística oficial dice que el 47% de los trabajadores en Argentina está en la mal llamada informalidad. Eso quiere decir que casi la mitad de quienes se levantan cada día a ganarse el mango lo hacen sin derechos, sin obra social, sin vacaciones, sin jubilación, sin respaldo.

18 de abril de 2025 Agustín Balladares
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Pero la estadística, como siempre, encierra lo esencial: la humanidad que hay dentro del número.

Es la madre que limpia casas y que, con la mitad de sus clientas recortando gastos, ya no llega ni a cubrir el alquiler de la pieza.

Es la piba que pasa doce horas haciendo uñas y alisados a domicilio, frente a ganancias cada vez más magras.

Es el joven que vende en ferias o por redes y, con la caída del consumo, ya no llega ni al mínimo.

Es el comerciante de barrio que no puede pagar la luz del local.

Es el pibe que pedalea para las aplicaciones 14 horas por día y ve cómo su cuerpo se desgasta, mientras el algoritmo cobra en dólares y le paga en pesos que se deshacen.

Y es también la changa que se cae. El que antes mandaba a cortar el pasto, ahora lo hace él.

La pieza que había que pintar, y que era laburo para el pintor del barrio, hoy puede esperar.

No es que no trabajan. Trabajan, y mucho. Pero lo hacen al margen. Porque este modelo los empuja ahí. La Argentina hace años que no genera empleo privado de calidad. Con el gobierno de Milei y Caputo se recrudece esta realidad. Hay que decirlo sin vueltas: este modelo no soluciona la informalidad, la produce.

La convierte en estructura. La justifica. La legitima. La naturaliza.

Cuando el Estado se retira, cuando se arrodilla frente al mercado, cuando abandona su rol de equilibrar, cuidar, integrar… lo que queda es la intemperie.

El achique no ordena: expulsa. Del empleo registrado, de la salud, de la educación, de la previsión.

Y esa exclusión se traduce en angustia, en frustración, en pobreza.

Y, más grave aún: en deuda.

Porque esta crisis no solo precariza: endeuda.

Cada vez más familias viven del fiado, del adelanto, del vuelto que ya no alcanza.

Y en los barrios populares, donde el crédito formal no llega, el único que presta es el usurero, muchas veces vinculado al narco.

Ese que cobra la tasa que quiere, que conoce todas las necesidades, que se mueve en los márgenes de la legalidad y del miedo.

Ahí donde el Estado se ausenta, aparece la sombra: el narco, el prestamista, el que tiene poder en la oscuridad.

Y la trampa se cierra: menos trabajo, más necesidad; más necesidad, más deuda; más deuda, más sometimiento.

Y así, lo que se rompe no es solo el ingreso: se aflojan los lazos, se debilita la comunidad.

Por eso no alcanza con indignarse. Hay que encender la esperanza, pero no una esperanza vacía, sino basada en propuestas claras. El peronismo en vez de mostrar las miserias internas debe expresar una batería de ideas que broten del irregular e infalible suelo de nuestra Patria. En materia laboral, hay que poner en marcha dos motores al mismo tiempo. Que convivan, que confluyan, que se potencien. 

El primero, el de la creación y ampliación del trabajo formal.

Con políticas públicas activas, con un Estado que invierta, planifique y acompañe.

Que apueste por las pymes, que defienda la industria nacional, que priorice la obra pública y comunitaria, que conecte educación con empleo real.

En este contexto especulativo, el peronismo debe defender al trabajador con la misma firmeza con la que cuida al empresario que invierte y produce.

Pero también hay que encender el motor de la economía popular.

Porque eso que muchos llaman “informalidad” no es vacío: es pueblo trabajando.

Es comunidad inventando formas de sostenerse cuando el sistema no alcanza.

Ahí también hay que estar. Reconociendo, fortaleciendo, acompañando.

Con acceso al crédito productivo, con capacitación, con herramientas.

No para imponer desde arriba, sino para construir desde donde siempre se construyó lo real: el barrio, la red, la calle.

Porque el trabajo que ya existe, aunque no tenga recibo de sueldo, es trabajo. Y merece derechos.

El Estado tiene que ver ese esfuerzo, potenciarlo, garantizar que sea digno.

Y el peronismo debe volver a enamorar desde ahí: desde el pan ganado con esfuerzo, desde la solidaridad, desde la producción y no la especulación.

Volver a gravitar sobre lo real. Sobre el trabajo, la comunidad, la producción.

Salir de la planilla de Excel y volver a mirar a los ojos.

Porque no hay patria que se realice sin trabajo. No hay comunidad que se sostenga con hambre. No hay libertad si la mitad del pueblo vive atada a la miseria. No hay prosperidad sin esperanza. 

Sumergidos en las aguas de la semana santa, y si algo nos enseña, es precisamente que la última cena no fue en un palacio, sino en una mesa compartida entre compañeros que sabían que se venía la noche.

Que aún en la traición, en la entrega, en el miedo… el pan se parte y se comparte.

Que después del silencio más oscuro, si hay pueblo, si hay amor, si hay comunidad, siempre hay resurrección.

No solo como milagro celestial, sino como esfuerzo y construcción con rostro de hombres y mujeres.

Como proyecto. Como abrazo. Como bandera.