Un fuego que no se apaga

El gobierno echó mano de su manual de resolución de conflictos y les dio un aumento salarial a los profesores para desactivar la protesta de las universidades. Pero el reclamo, uno de los más emblemáticos de la era Milei, no se extinguirá por una concesión de circunstancias.

14 de agosto de 2025 Sebastian Lalaurette
universidad1.jpg_1756841869


Todas las cosas se van gastando, van perdiendo su novedad y su brillo; es, digamos, una ley de la vida. También los acontecimientos siguen esta ley que alisa las grietas y redondea los vértices. La intensidad del momento queda menguada en la continuidad de las cosas. El relámpago que ilumina una zona de la realidad es sucedido por una penumbra gradual que vuelve a ocultarla. Se van limando los ribetes de lo trágico, se vuelven ajenos, ruido de fondo. Éste es el fenómeno sobre el que advertía Kundera en La insoportable levedad del ser.

La realidad, por supuesto, sigue estando ahí, nueva o no, visible u oculta. Y entonces es importante atender al después, a lo que queda (si es que queda algo) cuando ya se han extinguido los fuegos artificiales. Allí se hace patente lo que está por debajo, aquello a lo que realmente hay que prestarle atención.

Puesto así, suena quizás como una operación puramente intelectual, a realizarse en el vacío. Nada más alejado de la verdad. En todo momento se contraponen ansiedades y estrategias. Quienes se benefician del estado de las cosas buscarán no perturbar o incluso acentuar la tendencia al olvido y el desgaste de lo nuevo; quienes promueven el cambio, la ruptura, se encontrarán luchando contra la fuerza del tiempo y el acostumbramiento, es decir, contra aquella maldita levedad.

Ocurre que las armas para luchar contra ella son imperfectas e incluso contraproducentes; que una misma herramienta puede azuzar y apaciguar el afán de ruptura. La propia repetición es una necesidad para quienes buscan mantener vivo un reclamo en la conciencia pública, pero esa misma repetición le quita novedad y frescura, lo vuelve previsible y hace que pase cada vez más desapercibido. Incluso lo horrible se puede convertir en una costumbre. ¿A cuántos jubilados apalearon y gasearon, cuántos periodistas fueron detenidos por mostrar la represión nuestra de cada miércoles? Ya no asombra, forma parte del panorama.

La espectacularización, tan necesaria para poner en escena las cuestiones que se busca debatir, también es un arma de doble filo. Obliga a condensar, a reducir, a ignorar adrede los matices y a concentrarse en lo más básico. De esta manera se termina defendiendo necesariamente una versión limitada y fácilmente atacable de lo que en realidad se quiere decir. Al final también termina generando costumbre, convierte la ruptura en un formato (como pasa en “Quince millones de méritos”, el famoso episodio de Black Mirror).

¿Está todo perdido entonces? Quizás no. La misma realidad que aquieta las discontinuidades también las empuja, las hace emerger periódicamente. Que la masiva Marcha Federal Universitaria que tanto impactó en los primeros meses del gobierno de Javier Milei haya fracasado en su objetivo de revertir el programa de ajuste sobre el sector, o que las subsiguientes protestas (incluido el paro del lunes) hayan tenido una visibilidad mucho menor, no quiere decir que el tema esté enterrado ni que no sea una fuente de conflicto, un conflicto que, como tantos otros, se escenifica con regularidad, invade cada tanto la conciencia pública, y que cuando no lo hace no desaparece sino que sigue estando ahí.

El gobierno de Milei recurre, por supuesto, a estrategias que buscan afirmar la tendencia, es decir a acallar, a limar, a enterrar este y otros reclamos. Pero estas estrategias varían a lo largo del tiempo porque también la magia del gobierno se desgasta, también el aura renovadora y rupturista de Milei ha ido envejeciendo con los meses. A aquella primera marcha el Presidente respondió con una alusión a las “lágrimas de zurdo”, poniendo en un plato de la balanza el capital simbólico de las universidades públicas, sus docentes y alumnos, y en el otro, el suyo propio y el del proyecto libertario. Ahora esa estrategia ya no le da tanto rédito. Por lo tanto el gobierno (y más precisamente Sandra Pettovello, ministra de Capital Humano) pasó directamente a otra página más recorrida del manual, que indica que para desactivar una protesta es conveniente entregar una pequeña parte de lo que se reclama. En este caso, un aumento salarial bastante magro a los docentes y no docentes. Una concesión de circunstancias.

Esto, que sin duda es un éxito de la lucha universitaria (que claramente obligó al gobierno a ceder), también marca un límite a lo factible y, en ese movimiento, obliga a una continuidad del reclamo, a una repetición periódica. Porque un aumento del 7% no resuelve nada, y porque no hay razón para que la puja se detenga ahí. Es como un paso de danza que se hace para que se detenga el movimiento actual y comience el siguiente.

Con menos estrépito que aquella primera marcha, con menos arrogancia por parte del gobierno, haciendo menos olas en la conciencia popular, volvió a escenificarse el conflicto y ahora quedará latente una vez más. Son eclosiones de un fuego que no se apaga, que continúa en forma de brasa, listo para convertirse en llama en cualquier momento.